Un genio en la parada
(Lampa 1920 – Lima1986)
Escribe: Omar Aramayo | Cultural - 24 sep 2015

Humareda era un peleador callejero, un perro sin dueño. La corbata y las hileras de los zapatos fuera de sitio, la bragueta abierta y la correa suelta; sin embargo, más allá de esos detalles, era un dandi, un elegante mental, hombre fino, no un cholo arribista ni mezquino. Sabía apreciar las buenas maneras, la conversación inteligente, la cultura de la gente, hombre sin prisa ni compromiso, vivía de la pintura y para la pintura, solo ella determinaba sus encargos, sus ambiciones. Sus amigos están convencidos de tener al frente a un afrancesado del siglo XIX, a un siútico sin remilgos, amante de lo más exquisito de la cultura occidental. Hombre que afronta la vida entre sombras y hambres con dignidad, reconociendo su singularidad a cada paso, “me gustan los grises, los colores sucios”, aunque no se cansara de lavar sus pinceles con aguarrás y luego con jabón pepita, entre los escombros de una sociedad decadente, que resbala cuesta abajo y que cree que va en ascenso, de hombres despreciables que se enriquecen con su pintura sin ningún escrúpulo, que parasitan su pobreza y su dignidad, entre mujeres de alquiler y pura fantasía, pompas de jabón a las cuales muchas veces no duda en cambiarles el rostro por el de sus clientas burguesas, que le esquilman hasta el último centavo; para crear sin desearlo, un híbrido fantástico: mitad sirvientas mitad princesas del paraíso limeño, un espejo en el que estas mujeres quieren y no quieren mirarse, en un ancho contexto de pierrots, arlequines, quijotes desquiciados, jueces tremebundos, caballos hermosísimos, eléctricos cuando no apocalípticos, o solo caballejos esperpénticos. Si Diógenes el Can, linterna en mano, hubiera acertado a cruzarse con Humareda, habría exclamado: he aquí un hombre. Finalmente, un hombre. Pero de seguro que los choferes limeños, que no respetan ni siquiera al semáforo, cuántas veces estuvieron a punto de atropellarlo, asaltarlo, degollarlo, como feroces y enloquecidos críticos de arte.
Un huérfano del destino, un desheredado de la sociedad, dice Artaud de Vangh Gog, a su lado Bukowsky resulta un afortunado, Humareda ni siquiera era borracho, no tenía aquel bastón líquido para tropezar mejor y despertar a una vida mejor o peor, como se sabe el día de su cumpleaños, cada 6 de marzo, reunía a los trabajadores del hotel y a su dueño, el “judío”, para brindar con el mejor champán al alcance del momento, y aunque muchos no lo crean su ebriedad era existencial, ni drogas ni pastillas satánicas, menos la bebida. Era voyerista y mujeriego, se deleitaba contemplando la belleza femenina. A riesgo de mal usar sus palabras y solo en búsqueda de lo gráfico, cito sus palabras: “Enrique Tamashiro me da dos melones por Uchurajay, lo va pintar Goya y la otra mitad Elizabeth, yo voy a estar debajo de la cama” Recordemos que Elizabeth es la habitanta de uno de esos antros al que el pintor frecuenta.
Su amor por Marylin es el eje de sus fantasías sexuales y vitales, y vitrales, la sublimación de su eros y el constructo de un arquetipo de belleza trágica, fatal, pero glamorosa, perfecta en la mente, un ideal, la Marylin de los afiches que extiende sobre su cama para quedar extasiado y compartir con los ojos abiertos de quienes le visitan, ojos como linternas que lo alumbran, esa que canta Ernesto Cardenal y que Humareda adora todos los días, por los siglos de los siglos, amén. El sol de cada mañana, la esperanza de cada noche, la luz de su habitación, en fin la matriz de la Galaxia Marylin, Orión con la falda levantada por un extractor de aire en una calle de Nueva York, de París u Hong Kong, al calor de su piel, de su miel; a la luz de su armonía despiertan Kant y Beethoven, Kierkegard y Mozart, Cervantes y Liszt todos los monstruos juntos, los cíclopes griegos bañados en infusión de manzanilla, Cronos comiéndose a sus hijos, todos dispuestos a resolver sus diferencias a expensas de un bizcocho con leche bajo la mesa, bajo la dirección de Sócrates, a costas de la ironía de Sócrates, la ironía socrática, infusión inolvidable preparada para el visitante que se atreva aproximarse a curiosear bajo su dintel, bajo sus manteles, porque nada es gratis en esta vida, si quieres Humareda tienes que probarlo tal cual es.
Claro que Marylin Monroe era más que eso, alguna vez le confesó Ivette Taboada: “Marylin era un espíritu atormentado, una pobre mujer, en el fondo una mujer solitaria como yo”
¿Y por qué no se casa usted? La pregunta recurrente, hasta se hubiera caído de cansancio al escuchar a más impertinentes. A Gonzalo Mariátegui le dijo que si lo hacía no tendría nada en que distinguirse de los mortales, sería uno más. César Calvo le preguntó ¿no te gustaría tener un hogar? No, nunca he tenido, no me gusta, tengo que pintar.
Víctor Humareda Gallegos un histrión a la franca, bufón, bailarín, actor de la vida, desdoblándose cuando quería tener el gusto de agasajar a un amigo, sorprender a un periodista, o solo encontrarse consigo mismo, y digo a la franca porque las personas actuamos, por lo general, para escondernos de nosotros mismo, otras para crean una ficción ante el otro, ante el público. Entonces aparecen los correctos, los honrados, los decentes, el estrato político pulcro, los atildados, aunque algo se pudre en Escocia. Ese era el sentido de su actuación, desenmascararse y desenmascarar a otros. Amaba la actuación, alguna vez Gregor Díaz, hombre de teatro, le preguntó ¿por qué te gusta el teatro? Y él le dijo, “porque es la suma de todas las artes, la filosofía”. Amaba a Shakespeare, (“Willy, ese flaquito que me espera en la puerta para ir a dar un par de vueltas”) a Sófocles, a Brecht, “Brecht es como Goya, por su fuerza” a Wilde por La importancia de llamarse Ernesto interpretada por Edgar Guillén. Víctor Humareda necesita ver Las ranas de Aristófanes, escribió en la libreta de Guillermo Fouwks. En el teatro, en la ópera, en la danza, podía estudiar el movimiento que anima a sus personajes.
(texto a ser publicado recientemente).
FUENTE: http://www.losandes.com.pe/Cultural/20150924/91626.html
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